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Opiniones

Refugio en la Cumbre: videoclip erótico y poder de la prensa

Publicado

en

del pilarPor Sebastián del Pilar Sánchez.-

Capítulo I

La puerta estaba entreabierta y los periodistas divisaron a una hermosa joven que se movía de espaldas de un lugar a otro, mostrando sus curvas y sus enormes caderas. Entraron en masa a su habitación provocando que se le congelara la sonrisa, y en ese preciso instante, dos escoltas se interpusieron para evitar cualquier contacto físico con esta chica hija del jefe político regional que cobró interés de la prensa luego de la repercusión en las redes sociales de unas imágenes suyas encabezando un audaz proyecto artístico-musical con un alto componente sexual; donde ella se besaba y simulaba hacer el amor, seguida de la técnica del toqueteo y compases musicales sexy rock.
-¿Son reales el videoclip y las fotos que publican Youtube, Facebook y otros medios sociales?
-¿Lo aprueba su padre?
-¿Qué tan sexy se define?
-¡Háblenos de ese videoclip!
Captura de pantalla 2015-07-22 a las 14.14.05Las preguntas quedaron sin respuesta. La joven salió presurosa de la habitación que desde hacía varios meses ocupaba a cuenta propia en el majestuoso hotel Napolitano de la anchurosa avenida George Washington del malecón de Santo Domingo, atinando sólo a exclamar:
-¡Me han tomado desprevenida! ¡No sé qué decirles!
Tomó el ascensor junto a su seguridad, pretendiendo escabullirse de la batería de periodistas, que no alcanzó a llegar a tiempo al montacargas; sin embargo, no le sería tan fácil lograrlo, pues ellos -casi corriendo- de modo inteligente, tomaron las escaleras y bajaron en tropel, situándose en un dos por tres en la puerta de entrada al elevador, con sus celulares dispuestos en la aplicación de whatsapp para el envío de mensajes a sus respectivos medios informativos; y la joven, que estaba muy nerviosa, ante la imposibilidad de romper el cerco, dijo:
-No quiero referirme a eso, por lo menos ahora.
-¡Oye, tú luces muy asustada! -le gritaron.
– ¿Estás arrepentida? –preguntó otra voz.
-Hablaré en su momento –repitió.
Los periodistas la miraban con desagrado, pero no había nada que hacer, sino esperar. Ella se marchó de prisa, cubriéndose la cara, sollozando, un tanto abochornada, escoltada por un guardaespaldas que mascullaba una palabra obscena, ultrajante, contra un periodista que forcejeaba por llegar a su lado, antes de que montara en su yipeta y desapareciera.
Durante este percance momentáneo, la muchacha cayó en un extraño estado de aturdimiento. Era muy incómodo tener que abandonar el lugar evadiendo esa colmena de reporteros que tenía ante sí, y hasta ese instante no había reparado en el motivo de que estuviera causando tanto trastorno y conmoción entre los miembros de la prensa. La chica pidió al chofer de la yipeta en que viajaba que saliera del malecón y tomara la avenida Bolívar, rumbo a la avenida Sarasota del Mirador Sur, donde pasaría a buscar a su amiga Amparo Díaz, que la esperaba en el café de la plaza Bella Vista Mall, sin que tuviese que bajar de su vehículo; evitando de este modo toparse con otros miembros de la prensa y tener que referirse a un asunto tan particular y de su estricta incumbencia como el videoclip señalado.
-¡Hola Amparo! Espérame a la entrada de la plaza.
-¿Qué ocurre? –preguntó su amiga.
-No puedo desmontarme. Ya te explico en vivo –dijo Yudelka.
-Está bien, no hay problema; pero twittéame, para que me avance algo –replicó Amparo.
Media hora más tarde, estaban juntas. Amparo se montó en el asiento trasero de la yipeta, al lado del guardaespaldas, iniciándose enseguida un diálogo ilustrativo sobre lo ocurrido:
-Una pila de periodistas cayó sobre mí dos horas antes en el hotel, preguntándome sobre el tema del videoclip realizado.
-Ya me imagino el susto que te han dado. ¿Qué te dijeron? -preguntó Amparo.
-Bueno, la verdad es que nada de interés público –expresó. Yudelka.
-De seguro que te están procurando por la parte caliente del videoclip –remachó Amparo.
-De eso no quiero hablar. Es un asunto de mi exclusivo dominio. No me gusta la idea de sentirme perseguida, ni mucho menos la de parecerme a la chica de la novela “El honor perdido de Katharina Blum”-manifestó Yudelka.
-¡Explícate! –exclamó Amparo.
-Es la protagonista de la novela que escribió en el año 1974 el Premio Nobel de Literatura, el alemán Heinrich Böll. Ella era una chica honrada cuyo único delito fue enamorarse de un individuo sospechoso de la comisión de varios delitos como asesinato y secuestro, y que era asediada por una prensa empeñada en exagerar esa relación, incluso acusándola de encubrimiento; viéndose forzada a matar a un periodista que no cejaba en el intento de degradar su honra y causar su inhabilitación moral –ilustró.
-Te entiendo –adujo Amparo.
-No me han faltado ganas, como la Blum, de querer matar un jodido periodista, por su inquisición impertinente e infamante en relación a un videoclip estrictamente artístico, que quieren convertir en algo obsceno, con el propósito de calumniarme –culminó diciendo.
Yudelka Gómez Batista era una hermosa morena, delgada, de 21 años, ojos color violeta, pechos vibrantes, poseedora de una asombrosa composición esquelética que originaba embrujo y fascinación visual. Su amiga Amparo Díaz reconocía en ella mucho talento e inteligencia, pese a su corta edad; y creía que debía de tener suficiente tacto para desenvolverse con la sensatez y ecuanimidad que le reclamaban los momentos difíciles; pero le desagradaba que se expusiera a lo que creía una influencia nociva de su novio Mario Mubarak, un joven de color ligeramente amarronado, de estatura prominente y origen libanés, dedicado a la empresa de la moda y la decoración, a quien le suponía una conexión con el crimen organizado, por su presunta amistad con el ciudadano nicaragüense Orin Clinton Gómez Halford (alias Holi), extraditado hacia los Estados Unidos, luego de sobrevivir en una refriega de mafiosos, conocida como “la matanza de Paya”, que fue la ejecución de seis colombianos en una playa del pueblo de Baní hecha por los jefes supremos del narcotráfico continental por una disputa de mil 300 kilos de cocaína.
Aunque no se había mostrado evidencia clara de que lavara dinero, sus detractores hacían referencia a extraños negocios de Mubarak en Haití, aludiendo a una posible asociación suya al entramado del lucro ilícito, por su amistad con el mentado Holi, y por sus transacciones financieras con otros individuos con inversiones en tiendas de ventas de celulares, en night club y discotecas. Sin embargo, sus amigos lo defendían, diciendo que el muchacho no era más que un fanfarrón de poca monta; que simulaba ostentar dinero por un afán en impresionar a algunas chicas incautas, lo cual se podía comprobar con una investigación somera de sus bienes, para que no hubiera duda de su condición de pequeño burgués engatusador y usuario de bajo consumo en placeres mundanos.
Aun así, por algún boquete del murmullo público, de a poco se deslizaría el susurro de un supuesto nexo suyo con el capo español Arturo del Tiempo Márques, a quien la fiscalía le incautó una lujosa villa y un yate en Casa de Campo, luego de que fuera apresado en España y se le confiscara un alijo de mil 200 kilos de cocaína procedente de territorio dominicano. Ese poderoso narco europeo tenía en su nómina a altos funcionarios civiles y militares, por lo que sólo pudo ser confrontado por la intervención decisiva del gobierno de los Estados Unidos, que forzó a las autoridades judiciales locales a decomisarle también un lujoso edificio de 36 apartamentos, conocido como la Torre Atiemar, ubicado en el sector Esperilla de Santo Domingo, valorado por el Banco de Reservas en 34 millones de dólares.
Otro cuento que se inventó la gente en desmedro de la moral de Mubarak, sostenía que habría sido requerido por un juez panameño como testigo en un juicio que se le seguía a un banquero criollo por lavado de activos en esa nación, y por intentar defraudar a una institución bancaria en Gran Caimán, por una suma de aproximadamente setenta millones de dólares. Sin embargo, él seguiría viajando con frecuencia a esa zona comercial y nunca se publicó alguna noticia, en un medio impreso o digital, dando cuenta de su participación en un juicio o reclamo judicial en Panamá o en cualquier otro punto del istmo caribeño. Por ello, Mubarak -hasta prueba en contrario- no tenía mancha procesal: no sería un hombre probo, ni adinerado, pero había que sindicarlo de pequeño burgués que vivía sin agobio, con una modesta fortuna que residía en la ostentación de algunas joyas adquiridas como regalos de su abuelo, así como de una yipeta con cinco años de uso, bien conservada y lustrada a diario, gracias al servicio generoso de un canillita vecino; además de una sencilla vivienda, que dejó su abuelo de herencia para él y sus hermanos, construida en un amplio solar ubicado en la Avenida Venezuela de la provincia de Santo Domingo, donde añoraban construir una torre de edificios, si algunos de la familia pudiesen conseguir el imprescindible financiamiento bancario.
El interés romántico de Mubarak por Yudelka surgió la noche en que la conoció mientras estaba sentada en una mesa solitaria en la acogedora terraza al aire libre de un espléndido restaurante musical situado en el octavo piso de un hotel de la avenida Sarasota de Santo Domingo. Él mantendría vivo en su pensamiento aquel inolvidable cuadro que describiría muchas veces entre amigos como un singular suceso, cuando la vio luciendo bonitísima, con sus mejillas rosadas encendidas y extrañamente inquieta; aparentando estar agitada y nerviosa, hurgando en una cartera colocada sobre una silla de su mesa, sin que él pudiera adivinar qué cosa se le había extraviado. Supuso que debía de ser muy importante, pero su idea varió cuando la vio a seguidas tomar un cigarrillo y bailotearlo en sus dedos con suma impaciencia, de modo pendular, colocándolo luego en su boca, pero sin una clara disposición a encenderlo. Ahí mismo entendió que el objeto aparentemente perdido no podía ser otro que un encendedor extraviado; y con esa certidumbre…extrajo una cajetilla de fósforos del interior de su chaqueta, se acercó a la mesa donde estaba la chica y le brindó solícito y gentil, un cerillo encendido que aproximó al pitillo que colgaba de las comisuras de sus labios. Ella esbozó una tierna y encogida sonrisa, pero advirtiéndose en sus ojos de violeta un aire suplicante que se venía transformando en una mirada de agradecimiento. Y así a seguidas se expresó:
-¡Gracias, caballero!
“¡Disculpe usted jovencita! Soy yo quien tiene que agradecerle la oportunidad que me brinda de servirla”, dijo él.
Ella con el corazón aún palpitante, exhaló una larga bocanada, mientras volvía a mirarlo plenamente satisfecha y encantada, reiterándole las gracias al amable desconocido. Esa imagen de Yudelka, jamás la olvidaría. Se sintió al momento un hombre afortunado, y hasta entonces…se podía decir que su único pensamiento giraba en torno a ella, de no ser porque un chasquido fugaz, de vidrios rotos sobre sus pies, lo metió en la realidad de la sorpresa y el espanto. Echó un vistazo hacia el lugar de donde provenía el ruido, que vino a ser el estruendo de una botella destrozada, extrañándole que aquel desorden imprevisto fuese originado en una mesa donde resaltaba la presencia de mujeres hermosas y bien vestidas, que les hacían gracias a un individuo que reía a mandíbulas batientes, creyéndose el rey de aquel ambiente festivo, donde abundaba la champaña y descollaba un frasco de whisky etiqueta azul.
Por la mente de Mubarak cruzó la idea de llamarles la atención a los desconocidos vecinos, pero al notar que era disparada sobre ellos una lluvia de flashes, desde las cámaras fotográficas de varios francotiradores de la prensa que exhibían gafetes de reporteros gráficos en sus chaquetas, celulares activos a manos y estuches de sus equipos colgando en sus hombros, desistió del intento de reclamo, entendiendo que no valía la pena pelearse con gente de la farándula; pero aun así, con todo y esa firme decisión, se le dificultó creer que aquel hombrecito osado y fortachón, que dominaba el escenario con su reír estruendoso y su apariencia faraónica, fuese un artista del celuloide. Más bien, a primera vista, le parecía un luchador fuera del ring, y esa apreciación cobró mayor intensidad al reparar en las bíceps alteradas y en los tatuajes inmensos dibujados en sus antebrazos que delataban la personalidad conflictiva de aquel extraño personaje que estaba muy lejos de situarse a la altura de un pequeño ídolo de la canción tan prudente y sobrio –para citar un ejemplo- como el nuevo rey del merengue, el torito Héctor Acosta; aunque sí pudiera tener un excelente contendor en el rapero urbano Vakeró, por los exagerados dibujos en sus brazos, entre ellos el grabado con la imagen tierna de su ex esposa, la también vocalista popular, Martha Heredia, condenada a siete años de prisión por tráfico de cocaína. En ese pensamiento estaba Mubarak cuando fue interrumpido por la voz dulce y melódica de su nueva y bella compañera, quien lo retornó a la realidad, diciéndole:
-¡No se alarme! ¡No se altere! Venga, siéntese conmigo un momento. Está muy pálido. Quiero decirle que esas chicas del desorden de la botella rota son megadivas y presentadoras de televisión, que se están divirtiendo en grande en compañía de ese paganini desconocido.
-Le agradezco la información. De veras que sí. Pero no creas que me he sentido asustado por la botella rota, aunque pudo haberme golpeado o herido. Tampoco he sido deslumbrado por las sonrisas endiabladas de las chicas. Lo que estoy es un poco impresionado, un tanto molesto por la bulla que se ha hecho en esa mesa; aunque ningún sentimiento se compara con la curiosidad que me despiertan los tatuajes de ese hombrecillo derrochador, al que usted ha llamado paganini –dijo Mubarak.
-Nunca lo había visto hasta ahora –expresó ella-. De seguro que lo hubiese recordado fácilmente por esos dibujos que muestra. A las chicas sí las había visto antes; pertenecen a un grupo de entusiastas bebedoras, que son conocidas como las champañeras.
Continuaron dialogado con animación y cortesía, sin volver más sus miradas hacia la mesa vecina, y con el paso de las horas se fue afianzando entre ellos una simpatía creciente, olvidados ambos plenamente del incidente de la champaña rota, enfatizando su plática sobre música y cine, sobre el deporte y la copa América del fútbol, sobre el béisbol de las grandes ligas y los tres mil hits de Alex Rodríguez; y sobre los avances de la ciencia de la salud y su repercusión en el beisbol, tras el resultado impresionante del trasplante de células madres en el brazo biónico del pitcher altamireño Bartolo Colón, un milagro de la avanzada tecnología médica que dio fortaleza y energía a sus articulaciones, permitiéndole un regreso triunfante en el juego de pelota.
Al final de la noche, cuando ya había cesado la diversión y los clientes marchaban, quedando el bar prácticamente solitario, bajo el influjo de una música romántica de rap instrumental, siguieron un buen rato encandilado, colmándose de ternura, susurrándose en los oídos y con sus labios enredados en unos besos suaves y prolongados. Durante esa noche y todavía unos días después, se olvidaron de la cara traviesa y de los tatuajes del mentado paganini, hasta que una mañana de un sábado de julio, el rostro de aquel hombre estaba en la primera página de todos los diarios grandes y pequeños, encabezando los titulares de los noticiarios de televisión, teniendo la supremacía en las noticias y el primer lugar en las anécdotas que se filtraban por las redes sociales; tanto Yudelka como Mubarak lo recordarían no sólo por su cara de diablillo perturbador, sino también por sus bíceps impresionantes, y sobre todo, por sus tatuajes inequívocos. En las noticias era señalado no como un hombre de la farándula, sino como el mayor traficante de cocaína, el Pablo Escobar del Caribe, que había sido detenido junto a su amante en las afueras de un centro comercial del sector de Santurce, en San Juan, Puerto Rico. El capo boricua fue identificado por los nombres de Junior Cápsula y David Figueroa, quien se habría fugado de una cárcel de máxima seguridad de la isla del encanto, donde guardó prisión por un tiempo, radicándose en su huida en suelo dominicano, desde donde lideró hasta su apresamiento el crimen organizado.
Mubarak y Yudelka dieron seguimiento ininterrumpido a las variadas noticias sobre la aparatosa captura del capo hecha por la DEA con el apoyo del FBI y la policía, estuvieron al tanto de la complicidad con el capo en materia de lavado de funcionarios y altas figuras de los sectores castrense, inmobiliario y artístico; especialmente a partir de la divulgación de una serie de nombres sonoros de modelos y reinas de belleza, con quienes labró una amistad que se sustentó en costosos y comprometedores regalos que serían la prueba irrefutable del siniestro lavado de activos que dirigió en su momento y por el cual cayeron presos y fueron enjuiciados también algunos de sus favorecidos. “¡A lo que nada nos cuesta, hagámosle fiesta!”, sería al parecer el slogan que usó este derrochador de dinero y dador de vehículos, apartamentos y relojes de lujo, que en su aparente generosidad incluyó el brindis de recursos materiales para pagar algunas operaciones quirúrgicas en los rostros, los pechos y las caderas de varias modelos y divas que recibieron sus favores, entre las que hubo artistas criollas. Yudelka y Mubarak, en sus primeros encuentros, evocaron las imágenes de las megadivas del restaurant, mientras sazonaban el inicio de una relación ardiente, intensa, maravillosa, deliciosa, sostenida, que se hizo frecuente en las idas furtivas a los moteles ubicados en los extremos de la ciudad, en las comunidades de San Isidro y Manoguayabo, donde acudían sin mayores compromisos, porque ella son estaba de acuerdo con una relación formal, creyendo que Mubarak sólo era bueno para una aventura pasajera, para el goce carnal momentáneo, y bajo ningún motivo para el compromiso matrimonial, entendiendo que una relación abierta con él posiblemente disgustaría y entristecería a su familia, ya que hubiese bastado tratarlo un poquito para advertir su irrefrenable adición al crack, que se manifestaba en sus dilatadas pupilas, en su permanente boca seca, en las huellas de quemaduras propias del fumador plasmadas en sus dedos, y en su tendencia a la depresión y al trastorno explosivo de su personalidad. Y por ello se empeñaba en ocultar aquel noviazgo asegurando que no era más que un amigo casual, y sobre esa base fue que se citaban mayormente para visitar moteles, siendo ella muy exigente escogiendo aquellos que tuvieran buenas instalaciones de jacuzzis, muebles, camas y servicios confiables, con higiene comprobable, para no exponerse a las enfermedades que pudieran contraerse en esos lugares. Fue así que muchas veces hicieron el amor dentro de su propio vehículo estacionado en el garaje de cualquier motel, con el cuidado de dejar abierta alguna ventanilla para no absorber el letal monóxido de carbono en perjuicio de su salud. Era excitante hacer el amor de esa manera, pues en ese ambiente se encontraba una poderosa energía que aumentaba su alegría y fervor, siendo ellos los protagonistas de su propia película sexual.

Capítulo II
El claustro en la hacienda
La señora Aura Collado Rodríguez se encontraba en la pequeña habitación al final del pasillo. Desde temprana mañana, estaba allí pensativa y angustiada por el escándalo que tocó la figura conflictiva y sensual de su nieta Yudelka, debido a la masiva difusión por YouTube y Facebook de un cortometraje tipo videoclip de contenido erótico picante que habría conmocionado y puesto en jaque la relación con su padre, el gobernante Fausto Gómez. El vídeo era una combinación de bachata rock y erotismo, en un contexto encantorio de imágenes sonoras danzantes. Era una película animada de escenas amatorias arriesgadas y candentes, toda ella narrada por testigos separados que ofrecieron testimonios revestidos de verosimilitud incuestionable, recreando el morbo colectivo por la desenfadada exposición de la desnudez de la chica, aireada y difundida por las redes sociales donde se registraba cada detalle y su impacto social.

Fausto llegó silencioso a la mencionada habitación, desaliñado y con una barba incipiente de dos días sin afeitar. Entró vestido con piyama hasta la rodilla, calcetas blancas y zapatillas negras con adornos deportivos de guantes de beisbol. Saludó afectivamente a su madre, que estaba cansada e insomne recostada frente al monitor del computador, viendo desde temprana mañana el mentado videoclip en el dispositivo para grabar cintas del televisor conectado en la alcoba y en su propio aparato celular. Lleno de asombro y enfado, se había unido al chequeo de la grabación en la amplia pantalla, pero trascurrido unos dos minutos de dicho examen, se desplomó de angustia en el anchuroso sofá de la recámara, con el llanto reprimido y la tristeza extendida hacia el laberinto por donde una hora más tarde comenzaría el trote de decenas de llorosos burócratas, integrantes de la corte bochinchera y lacayil, que acudirían a la casona, totalmente desorientados, para solidarizarse e informarse de los acontecimientos. Cuando recobró la confianza y la firmeza de espíritu, le dijo a su madre:

“La he mimado muchísimo. No es una mala chica, pero hay que enderezarla”.

Y Aura respondió: “Creo que es tiempo de que ella busque su pareja adecuada”.
Ambos callaron. Estaban experimentando con inclemente espanto aquella experiencia de infelicidad y tristeza. Era difícil sobreponerse al decaimiento anímico que les afectaba, aunque eran parte de una familia de fuerte carácter y esta no era la primera vez que pasaban por un mal momento al que debían imponerse con un criterio claro de “poner a mal tiempo buena cara”, como aconsejaba la filosofía del buen vivir. Fausto Gómez Collado era un mulato maduro, de 62 años, relativamente apuesto, alto, con vientre permanentemente enfajado, cabellos y bozo encanecidos; divorciado y con tres hijos: Yudelka, Antonio y Cinthia, de 21, 18 y 14 años. Se caracterizaba por ser extremadamente educado, de firmes convicciones ideológicas y con un buen temperamento para la cosa pública, aun mostrando cierta debilidad en el ámbito familiar. En su juventud, solía tocar la guitarra al mejor estilo de George Harrison, cantante y músico de Los Beatles; y por su afición al rock sinfónico y melodioso, se le consideraba un ser tierno y romántico. Sin embargo, a raíz de su primer revés sentimental, su gusto giró de manera sustancial; primero, hacia la música pop; luego, y con acento inequívoco, hacia el requintar musical de Juan Luis Guerra y Romeo Santos, en la nueva sonoridad bachatera, pero sin renegar jamás de las delicias roqueras de su tiempo de ternura.
Para madre e hijo, la aflicción tocaba nueva vez la puerta familiar, aunque cebándose de manera directa en la persona de la joven Yudelka, pues lo que se había dicho de ella, les mortificaba en la intimidad de sus mentes, tambaleando sus pensamientos, su serenidad y calma. Era parecido a lo que ocurrió con Aura en su juventud; que sintió en carne propia la reducción de su robustez de espíritu, la mengua de su carácter firme y de su consistencia ideológica; pero en esa coyuntura crítica, pudo cerrar todo resquicio al pánico y al terror, poniendo un granito de arena en su cometido de transformar la percepción social sobre su vida, para que no asomara ningún elemento mancilloso que pudiera afectar la probidad de su familia. No había duda de que el afectado mayor de la desmesurada alegría de la joven Yudelka, más que la abuela, era su padre; por ser un político con influencia en una parte de la sociedad, con un nombre que cuidar y con una incidencia en las masas urbanas que debía mantener inalterada, lográndolo a base de una imagen de prudencia y mesura que no debía ser mellada por un nuevo tema en su agenda, como este affaire familiar.
Desde que salió la noticia y hasta ese momento, Aura Collado Rodríguez no había estado con su hijo, y le preocupaba mucho verlo triste y abatido, apoyado al espaldar del sofá, tratando en vano de acomodarse; mientras ella seguía viendo el videoclip sin poder evitar que en su hombro izquierdo sintiera el goteo continuo de un sudor frío que resbalaba de la frente de Fausto, quien estaba atribulado, intranquilo y agitado, convertido en un manojo de nervios. Ella tuvo que chequearlo y animarlo, calibrando su salud durante horas; procurando alguna fórmula efectiva contra el decaimiento, pues ese percance sentimental, como otros que había vivido en el pasado, les provocaban un malestar psicológico y una postración extraordinaria con sudores y alta fiebre incluida.
Finalmente, Aura lo sintió desfallecer en su hombro, tumbado por el sueño, obligado a descansar un largo rato, hasta después del mediodía, cuando sintió que entraba a la habitación el abogado Julio de la Rosa, uno de los principales colaboradores de la administración gubernativa de su hijo, a quien saludó informándole:
-Fausto ya está dormido.
¡Oh, qué pena! –dijo Julio
-Me agarró el vestido y sentí que se desmayaba. Cayó sobre mí aturdido por la pena que le produjo el bullicio del videoclip en Facebook –agregó Aura.
El licenciado Julio de la Rosa era un viejo allegado de la familia. Amigo íntimo del gobernante, también de 62 años; pero de estatura mediana, moreno y grueso; de evidentes rasgos afro antillanos, y por demás señas, licenciado en derecho, abogado de oficio, tenedor de un máster en Gestión Tributaria, realizado en México, y poseedor de un post grado en Tecnologías de la Comunicación Social, de hechura local. Se desempeñaba como primer secretario, designado tras el manifiesto de inauguración del gobierno provincial y fue escogido por su capacidad, su experiencia y su condición de hombre de Estado.
Aura Collado Rodríguez se sintió cómoda en el inicio de este diálogo con este leal colaborador de la gestión administrativa de su hijo, inquiriéndole su parecer sobre la situación creada:
-¿Qué opinión te merece este caso?
Julio se puso pensativo; se le hacía difícil emitir un juicio que pudiera herir la susceptibilidad de la dama, pero tan pronto pudo, frotándose los ojos y ladeando la cabeza para mirarla, dijo:
-No sé, estimada amiga. Es un asunto enojoso que tenemos que afrontar con sumo cuidado, aunque de inmediato tengo la impresión que ello no afectará el curso normal del gobierno provincial.
Durante dos horas hablaron de éste y otros temas conexos, coincidiendo en calificar de insensato e imprudente el comportamiento de la señorita Yudelka Gómez Batista…
-Creo que todo esto es resultado de una vida ausente de ideología y compromiso social; su nieta no ha tenido la menor idea de las consecuencias de sus actos, y las evidencias dicen claramente que ha sido objeto de un seguimiento sutil de parte de los adversarios -aseveró el secretario.
A juicio de Julio de la Rosa los hechos indicaban que detrás del escándalo, de manera soterrada, estaban los adversarios del partido dominante, buscando destrozar la línea de socialización pública impregnada a la acción gubernativa firmemente sostenida para propiciar una afortunada solución a los viejos contratiempos del desarrollo urbano y de los servicios caros y deficientes que se ofrecían a los usuarios. Y se le ocurrió agregar:
“Fausto debe hilar fino, pues no hay duda que detrás de todo esto, está la mano de un adversario que se resiste al cambio social”.
-Hay que hacer algo para sacar el tema de las redes- recomendó Aura Collado Rodríguez.
Como conocía con amplitud la situación, el licenciado Julio de la Rosa estaba de acuerdo en que era necesario apartar el tema farandulero del primer plano noticioso, originando con urgencia una primicia noticiosa novedosa, efectista e impresionante sobre la comunidad, como pudiera ser la rebaja de arbitrios, o la dotación de bombillas a los postes de luz de todas las plazas, parques y avenidas, en el marco de una buena estrategia de iluminación preventiva contra la delincuencia.
-Cuando despierte le informaré tu punto de vista -dijo Aura.
El primer secretario le manifestó que consideraba puntual hacer un encuentro del consejo ejecutivo de la gobernación para encarar el alboroto público. Era un momento en que se necesitaba más que nunca tener claridad de pensamiento y no depender de los vaivenes de las emociones del corazón, que nublan el entendimiento y el buen juicio.
-Bien, apreciada amiga. Urge reconquistar el dominio de la situación y se requiere cabeza fría, sumo cuidado, pues intuimos que ahí hay muchos intereses metidos –argumentó el licenciado Julio Rosa.
Agregó que urgía buscar una solución con la participación de la gente, antes de que esa coyuntura pudiera ser aprovechada por los adversarios para desestabilizar el programa del primer ejecutivo en marcha, suscitando ruidos publicitarios sobre el accionar caprichoso de la tierna y sensual joven Yudelka, quien esa mañana ya había admitido por su cuenta de twitter, no sólo la autenticidad del difundido videoclip, sino también que dio su consentimiento y que la elaboración del mismo fue parte de un proceso de filmación ejecutado por el novio, que abarcó escenas en lugares públicos, de las que se sentía avergonzada y arrepentida, más que por su difusión en sí, por el impacto de su contenido inadecuado entre jóvenes y adolescentes.
De la Rosa se despidió de la señora Aura Collado Rodríguez y montó su vehículo, una yipeta blindada de fabricación americana, color negro. Recorrió de un extremo a otro la ciudad y llegó a su destino: la casona gubernativa, en la avenida Sabana Larga del ensanche Ozama de la provincia de Santo Domingo. Unos minutos después entró a su oficina, donde estuvo trabajando unas tres horas, hasta el atardecer, cuando hizo acto de presencia el doctor Fausto Gómez Collado y convocó a una reunión del Consejo Ejecutivo, con el cual estuvo reunido por espacio de treinta y cinco minutos, que fueron suficientes para establecer el contenido de su alocución por los medios informativos gubernamentales dos horas después, en un discurso que pronunciaría con firmeza y autoridad notables.
El gobernante habló de su desempeño urbanístico-social y de los esfuerzos desplegados para edificar una sólida y moderna estructura tecnológica para iluminar adecuadamente la ciudad, pero obvió referirse de manera directa al sonado caso del videoclip estelarizado por su hija, erigido en el plato del día en la comidilla pública. Tocó sin embargo de soslayo el tema, cuando criticó “el exceso de noticias indeseadas en las redes sociales sobre aspectos que han desdeñado el derecho a la intimidad de las personas, originando desasosiego por el uso perverso e irresponsable de las primicias divulgadas”. Su breve perorata fue de diecisiete minutos… la más breve que se recuerde de un gobernante en el presente siglo. Apenas dedicó ochenta y siete segundos en sugerir un reglamento legislativo para impedir el desborde noticioso en las redes sociales y el uso inadecuado de tecnologías informativas de última generación. El resto de sus palabras plantearon una serie de medidas para encarar los problemas regionales, mencionando un mega proyecto de viviendas para la parte sur de la región, así como la construcción de un parque artificial como el de Hong Kong con instalaciones modernas y un paisaje natural sobre el río Ozama, además de una zonas comercial al norte de la provincia.
Mientras Fausto hablaba, su madre realizaba un gran esfuerzo por prestar atención a sus palabras, pero no pudo evitar la evocación de varios momentos de alegría, y a su vez de gran tristeza en la vida de Fausto, cuando tenía 37 años y estaba en el inicio de su carrera política. Hasta ese momento, sin lugar a duda, lo del videoclip había sido la contante y sonante rodando por los medios informativos, con más énfasis que el angustioso divorcio catorce años atrás, que le costó a Fausto una desolación extrema; pero mientras más atención ponía en escucharlo, con mayor claridad le llegaba el recuerdo de un Fausto relativamente joven, siendo ya un abogado exitoso, con bufete establecido en una de las principales arterias comerciales de la ciudad de Santo Domingo, que había sido cónyuge de la señora Piedad Batista Ventura, con quien procreó dos de sus hijos: Antonio, de 18 años y Cinthia, de 14; y comenzó a criar a Yudelka, hija adoptiva y reconocida por ambos.
Recordaba el momento en que el doctor Fausto Gómez Collado se abría paso dominante como dirigente de una organización política emergente que había calado con los mejores auspicios en los sectores más jóvenes de la población, alcanzando un escaño congresional en la Cámara Legislativa, donde forjaría un nombre político por su excelente historial en la autoría de códigos y normas de la seguridad social, durante dos períodos parlamentarios. Desde entonces la gente lo asumía como el candidato potencial para dirigir el Gobierno de la región, pues su tasa de rechazo para optar por ese cargo era mínima, no teniendo ningún antecedente de tropiezo personal trascendente. Sin embargo, su primer revés no sería en el plano político, sino en la esfera marital, como resultado de una relación disoluta que le causó gran pena familiar. En la ocasión, la madre fue para Fausto Gómez Collado su absoluto consuelo, su consejera y asesora, que lo apartó de la mirada pública, de las recepciones oficiales del Congreso y el Gobierno, de las actividades masivas, manteniéndolo a conveniente y prudente distancia de los electores para evitar que su desánimo se tornara pegadizo y produjera desaliento entre sus más cercanos seguidores.
El restablecimiento de la estabilidad emocional, pudo lograrlo gracias al empeño de su madre; a sus palabras cariñosas, a su recomendación de que se tomara una temporada de descanso fuera del país; y el legislador Fausto Gómez Collado pudo viajar en aquel momento a Francia en una simulada misión legislativa, supuestamente representando su región en una conferencia internacional medioambientalista, donde buscaba en realidad ocultar su estado anímico menoscabado y conseguir un poco de paz y recreación visual.
La medicina efectiva para superar su crisis pasional sería el disfrute de la visión maravillosa de París: las riberas del Sena, El bulevar Saint-Michel, los monumentos de El Arco del Triunfo y la Torre Eiffel, el impresionista Museo del Louvre, las casas de la moda, y el encanto del Bulevar de los Italianos, situado en el noveno distrito de la ciudad del amor y la luz. En su breve paso por Europa llenó cuanto pudo su urgencia de recreo y alegría. En el noroeste de Italia, experimentó el placer de recorrer en góndolas el escultórico Gran Canal de Venecia, cruzando los cuatro puentes que dividen la ciudad en dos partes, desde la estación de Santa Lucía hasta la Plaza de San Marcos, apreciando maravillado cada detalle de esos tesoros arquitectónicos que constituyen un ostentoso atractivo turístico y una efectiva delicia visual. Y a su retorno por la vía de los Estados Unidos, se encaramó a esquiar en las montañas nevadas de Vermont.
Catorce años trascurrieron desde aquellos angustiosos momentos. La señora Aura Collado Rodríguez, sumida en el recuerdo, mientras aplaudía el discurso de la ocasión, estaba haciendo una ponderada analogía, relacionando dos períodos de vivencias diferentes, pero tan parecidos, donde hubo que combinar los componentes curativos de la aflicción y el tormento con el descanso y el recreo. Sentada en un sillón en el grandioso salón de grabaciones de la casona gubernativa recordaba la contienda silenciosa que tuvo que librar cuando su hijo fue legislador, ocurriéndosele pensar en que ahora su gabinete debía inducirlo a tomar un apropiado descanso en el ámbito local; por ejemplo, yendo a la hacienda familiar al norte del país, dejando la sede gubernativa y los asuntos administrativos, durante dos semanas, bajo la directriz del primer secretario, quedando sólo en sus manos el tratamiento de las resoluciones intransferibles. El lugar ideal para el descanso era la hacienda de Villa María, con seis hectáreas de extensión, una antigua herencia familiar situada a 224 kilómetros de la metrópolis capitalina, donde el gobernante podría descansar a sus anchas, con la ventaja para él de que la conocía al dedillo desde niño, porque allí pasó todas las vacaciones de su infancia, y allí había nacido su hermana Charo, además de que era también la cuna de su madre. En el prado y en toda la senda de la carretera, llena de grama y rodeada de árboles, transcurrió para ellos un tiempo inolvidable de alegría y placer.
Muy pronto se materializó el pensamiento de Aura Collado Rodríguez y el licenciado de la Rosa quedó al frente del día a día administrativo, comprometido a cumplir el acostumbrado activismo que el estadista Fausto Gómez Collado había impreso a su calendario de labores con presteza y acierto, de modo especial en lo tocante a la ejecución presupuestaria de los programas de salud comunitaria y seguridad pública regional. Una tarde de mediados de febrero, Julio acompañó y despidió al gobernante y su familia hasta la escalerilla del helicóptero que los transportaría hasta Villa María. Con ellos iban su secretaria personal y dos escoltas civiles. La gran tarea de Julio de la Rosa sería ahora disminuir el ruido del videoclip, que acaparó la atención pública por el protagonismo de la hija del gobernante; y su primer paso fue controlar y reorientar el gasto publicitario oficial, disponiendo el pago adelantado de una promoción sobre la iluminación de las áreas urbanas, que sería un modo exitoso de combatir la delincuencia. También se esforzaría en distraer la atención pública y aminorar la estridencia verbal sobre un asunto superfluo que logró ocupar de manera notoria la palestra pública. Se planteó por igual, en su prioridad esencial, iniciar formalmente los trabajos de edificación de una zona industrial al oeste de la ciudad, compuesta de una fábrica de carrocerías de vehículos y piezas de autos, así como de una industria de electrodomésticos, para crear fuentes de empleos, en función de una promesa de campaña que debía de cumplir. Para su gestión, era prioritario asimismo mantener en los medios informativos una campaña de respaldo al desarrollo del turismo en algunas áreas de la provincia, resaltando además un proyecto hotelero para ser levantado en la zona turística de la parte norte de la región, con lo cual esta actividad económica fortalecería la generación de divisas en euros y dólares en beneficio de la gobernación.
Aquel día a media tarde, Fausto Gómez Collado llegó a la hacienda de Villa María, en compañía de su madre y de sus hijos Antonio y Luisa, que no habían visto aún la remodelación hecha a la casa y los jardines, convertidos en una maravillosa obra de arquitectura por la mente creativa y talentosa del ingeniero y escultor Luigui Guarini, su viejo amigo italiano, que había sido una de las grandes conquistas que había sumado a su gestión gubernativa en materia de asesoría y planificación urbanística. Aura, que nació en la hacienda, la miraba sorprendida, sin reconocerla, y le inquirió a su hijo:
-¡Diablo! ¿Qué es esto?
“¡Bellísima!”, fue su escueta respuesta, y juntos se quedaron contemplando el paisaje.
La casa entera fue diseñada de manera audaz con todas las comodidades del momento. Ubicada en los altos de una colina con una larga entrada de camino asfaltado, con grama a su alrededor y un ancho portón eléctrico, garaje múltiple y en su interior, una sala suntuosa con muebles diversos, los principales de caoba pura; y amplios salones de estar, con vistas a la carretera y al mar. La señora Aura Collado Rodríguez estaba maravillada, especialmente observando la biblioteca digitalizada que era un oasis para el aprendizaje, compuesta por una cantidad enorme de libros digitales, un televisor pantalla gigante, con múltiples videos y enciclopedias digitales, en formato PDF, y un espacio cibernético, integrado por lectores digitales, mesas con laptops y gadgets de lectura; además de un mueble guardador de videos y chips.
A las 7:00 de la noche, cayendo el atardecer, Fausto y sus hijos, asociaron sus miradas contemplando fascinados el horizonte por donde se avistaba una espesura armoniosa con un encanto particular en la cúspide de la colina. Miraban hacia allá por el área donde resaltaba la jardinería de rosas amarillas, blancas y moradas, y por donde sus pupilas danzantes sentían la alegre imagen de la primavera eterna trillando sus ojos, alrededor de la vistosa casa campestre hecha en base a una insuperable combinación de planos y volúmenes, con estilos clásicos y modernos, sustentados en avanzadas técnicas que conjugaron aspectos decorativos y monumentales en madera, caoba, mármol, cerámica y vidriería.
En esa tarea de contemplación, que siguió hasta bien entrada la noche, Aura Collado Rodríguez sintió que una tierna melancolía mecía su pensamiento, y en su memoria aún atascada de tristeza, se desnudaba la intimidad de la conciencia, apareciendo el grabado ilustrado de una niña de talento asombroso contemplando seis décadas atrás, una infinidad de golondrinas, descendiendo en la lejanía, mientras caían en el campo reverdecido de palmeras, almendras y framboyanes. Era la visión de sí misma, en ese lugar exacto, pero en una época bien atrás. Era la nostalgia y la reminiscencia, invocando vivamente un tiempo lejano; era el reencuentro con la niñez en la antigua casona de madera de palma, techo de zinc y piso de cemento, construida por su abuelo Luis Rodríguez en seis hectáreas de tierra baldía, donde aparte de las aves silvestres y los puercos cimarrones que penetraban en el lugar, apenas se podían contar una vaca demacrada y envejecida, más ocho gallinas y dos gallos domésticos. En su mente estaba el vivo recuerdo de aquel domicilio alzado casualmente en la época en que los infantes de la marina estadounidense invadieron esas y otras tierras, y sus soldados las aprovecharon para construir el ferrocarril y un puente de vigas metálicas sobre el río de la comunidad de Hojas Anchas. Ella nació allí, del vientre de María Rodríguez, una bella morena de origen haitiano nativa de un pueblito cercano llamado El Limón, que llegó al lugar embarazada y murió aún joven asesinada por su marido, dejándola huérfana, atendida por una prima lejana en Villa María.
Fausto se acercó a su madre para despedir la noche, le dio un beso, y volvió sobre sus pasos, deteniéndose en la puerta del dormitorio cuando la escuchó decir:
-Tú y la gente que desfila cortesana para rendir honores a tu cargo, no tienen la menor idea de las penas y desgracias que albergaron este lugar, donde murió baleada tu abuela y un suceso dramático ensombreció mi vida a los catorce años.
Fausto arqueó las cejas y la miró sorprendido. Estaba visiblemente fatigado por las tantas horas sin sueño y por el deseo de dormir; pero aun así, se interesó en escucharla.
-¿De qué me habla mujer?
-Te lo diré luego, hijo. No quiero abusar de ti. No has descansado nada y es justo que tus primeras horas en la hacienda sean para reposar y descansar -dijo Aura Collado Rodríguez.
Hizo una pausa en su nostálgico inventario de subsistencia y encaminó a Fausto Gómez hasta el final del pasillo. En el trayecto sólo se refirió al asunto de la devastación forestal que advirtió en la zona y a la necesidad de llamar con urgencia al Ministerio de Medio Ambiente para que conociera la situación y se abocara a idear un programa para la reconstrucción del campo estragado por la tala de árboles y la extracción de arena del río que se había hecho durante mucho tiempo, provocando un desorden ecológico y una aguda escasez de agua en esa región. Al final de la madrugada, cuando surgió el primer rayo de luz en el horizonte, Aura se levantó tambaleándose, agarrándose de una silla para incorporarse y abrir la ventana; pero alcanzando a disfrutar la puesta del sol, aproximadamente a las cinco de la mañana. Y se mantuvo ahí un buen rato, en un maravilloso y solemne ejercicio de contemplación, hasta que decidió reencontrarse con su nieto Antonio en la casa, para emprender una inspección conjunta sobre el estado real del medio ambiente en la región.
Aura fijó detenidamente sus ojos en la desolación de la carretera y la montaña y recordó la inolvidable época de las vacaciones escolares de Fausto Gómez, el tiempo de su infancia, donde aquel lugar tenía su mayor atractivo en la hilera de árboles de caucho en las aceras, cuyas ramas pasaban de un lado a otro de la autopista, en un hecho contrastante con la desertificación que visualizaba ahora. Se decía a sí misma: “¡Qué tiempos aquellos en que el paisaje armonizaba con los caudalosos ríos cuyas límpidas aguas fluían con movilidad indescriptible! ¡Qué diferencia entre los ríos fluidos y hondos del ayer y los arroyuelos secanos en que éstos se habían convertido por descuido de la clase dirigente y la falta de conciencia de la gente, en menos de 30 años!” En su recuerdo veía a Fausto junto a decenas de niños del campo jugando a la “Gallinita ciega”, a “Arroz con leche” y al “Matarile rile ron”; en pantalones cortos, los chicos, y las hembritas, con sus vestidos de seda y sus trenzas enrolladas. Poco quedaba de la antigua Villa Alegría, apreciándose un pedregal en serie sobre el lecho de lo que una vez fuera el Charco de la India, que iba muriendo junto a la bella leyenda del ser misterioso con rostro de mujer y figura de delfina, zigzagueando en el fondo del río con la gracia de un pez espiga inalcanzable, en un espacio natural para el recreo y la natación humana. En ese momento se veía una playa muerta y seca, con piedras gigantescas y solitarias; sin manglares, ni los verdosos juncos que recreaban a los bañistas y divertían a los niños; era una playa en estado de extinción.
Aura tomó nota mental del secadal y de la necesidad de aumentar la presencia de peces, aves y otros animales domésticos y silvestres, con el fin de poder garantizarle a la gente una vida como Dios manda, tal y como quería que fuere el supremo creador de la naturaleza; y de regreso a la casa, contó a Fausto, que la escuchaba deleitado, todo lo visto; y éste, se sintió orgulloso de tener una madre extraordinaria, sensible y soñadora, que sobreponiéndose al abatimiento familiar, tenía tiempo para tomar nota de la situación de una zona embestida por la alteración del equilibrio ecológico; y comprendió en ese instante, que sus vacaciones allí tendrían un resultado auspicioso, porque ya en su primer día de descanso se sentía mejorado, tras recibir una lección cívica, como efectiva terapia contra el rosario de desgracias que les perseguían.

Capítulo III

Pasiones desbordadas
Aura Collado era la nieta de Luis Rodríguez, un pequeño propietario o campesino afortunado que compró la tierra de Villa María para resguardar el futuro de su hija María Rodríguez, que había sido engendrada en una contrariada y ocasional relación con una inmigrante haitiana que vivió varios años con un estatus migratorio ilegal en la sección El Limón del municipio santiaguero de Villa González; la cual -evitando ser repatriada- regresó al territorio de Haití, dejándole la custodia de la recién nacida, hasta tanto pudiese regularizar su estatus con un visado de residencia. El viejo agricultor tendría entonces unos 73 años y había enviudado mucho tiempo atrás, siendo un hombre solitario que convirtió a su pequeña María en la razón de su vida, ocupándose de criarla y educarla, mientras cultivaba y hacía prosperar una tierra que había sido del ingenio Amistad, adquirida por él en una subasta del Banco Central, durante el proceso de privatización de bienes de la industria del azúcar, realizado por la corporación azucarera dizque para estimular la iniciativa y la inversión privada nacional y extranjera.
Luis Rodríguez se ocupó de la instrucción de su hija y escogió a una prima suya para que la supervisara y monitoreara en los asuntos domésticos y escolares, manteniéndole una estrecha y cuidadosa vigilancia, porque era una adolescente impetuosa, con sus hormonas revueltas, que fue creciendo con desbordante coquetería y exacerbado pudor, convirtiéndose desde los 14 años en una chica muy apetecida entre los hombres de la región por su belleza mulata y por el impulso travieso de una sonrisa magnética que mantenía siempre delineada en sus labios, la cual le fluía de manera espontánea al saludar, poniendo de relieve su inmenso carisma y encanto juvenil. Desde su nacimiento, el agricultor se esforzó en mejorar sus ingresos y en hacer ahorros sustanciosos para garantizarle calidad de vida y un futuro mejor; redoblando por ello la acción agrícola, con una grandiosa cosecha de flores y cítricos en cada verano, que alentaba con su devoción cristiana y con un culto quincenal a la efigie de San Antonio, el santo católico que era su intercesor para conseguirle a su hija un marido amoroso y productivo; fallando en cierto modo en el intento, por la inestabilidad de la chica que desde la adolescencia más remota tuvo amores breves y erráticos, entregándose finalmente a un desconocido suyo, que jamás había oído mencionar, originándole una profunda decepción porque tronchó su deseo de casarla con la bendición sacerdotal.
María Rodríguez huyó del hogar con un joven de San José de Las Matas, que dijo llamarse Manuel de Jesús Collado de la Torre, sin una orientación clara de hacia dónde iba ni de qué viviría, teniendo que regresar a la hacienda más pronto de lo planeado, llevando consigo a su marido; esto fue un día en que su padre estaba en lo alto de la colina, cabalgando un mulo de faena diaria, tras recorrer palmo a palmo la hacienda, supervisando una cosecha de naranjas, cuando su sobrina lo fue a buscar para darle la noticia de que la chica había regresado.
“¡Cómo! ¿Regresó? Estoy cansado de las insensateces de María. Dile que se vaya. Es una ingrata, desvergonzada. No quiero verla ni escuchar pamplinas”, le dijo.
Luis Rodríguez estaba airado, tremolando en su ánimo la ponzoña de un profundo pesar ocasionado por la actuación desafortunada de su hija. Su relación marital era para él una burla al recato que debía mostrar una chica de una familia con vergüenza. Y atrapado por ese confuso sentimiento, por primera vez en su vida rechazó a la hija amada. Su sobrina temblorosa por el asombro y el miedo que originaba su resabio, tartamudeó mientras le explicaba que la pareja había llegado para quedarse, pues traía consigo dos maletas que ella entró en la antigua habitación de María. El viejo dejó sin concluir su tarea de cada mañana, regresó de prisa a la casa encontrándose con el desagradable espectáculo de ver en su sala a un forastero sentado en una butaca, cargando en sus piernas a María, quien abanicaba su rostro con un pedazo de cartón. No pudiendo contener su enojo y con ganas de golpearla, se le acercó y le soltó una fuerte cachetada en su mejilla izquierda, mientras le agarraba el cuello al desconocido que tronchó su ilusión de verla casada como Dios manda, apretándolo con furia descomunal, casi impropia de su edad.
El viejo espetó ásperas palabras de disgusto por la presencia de ambos y les advirtió que sólo muerto podía permitir que el mundanal se asentara en sus predios, voceando a viva voz, amenazando con matarlos a fuerza de cartuchos de escopeta, si se empeñaban en permanecer allí; haciéndoles saber que no le temblaría el pulso si tuviese que disparar su arma de fuego contra quien fuere, porque no iba a tolerar una tomadura de pelo. Así se expresó, aunque en el fondo, el viejo sentía una melancolía aprisionando su corazón, pues su hija era todo para él. No había nada más importante. Era un hombre viudo y prácticamente solo, consciente de que en cualquier momento su única compañía -que era su sobrina-, terminaría marchándose de esas tierras para irse a la casa de su madre, donde les esperaban ella y un fracatán de hermanos.
El joven Manuel de Jesús Collado de la Torre y su mujer, optaron por marcharse sin rechistar por el mismo camino que llegaron a Villa María, regresando con su arrogancia reducida y su moral arrollada por la firme actitud del anciano, que había marcado al joven marido con el mote de ocioso, al no conocérsele profesión ni oficio. El rostro de su hija era un manifiesto de contrariedad y sorpresa, había subestimado a su padre confiada en su ternura y tolerancia, considerándose ser la única persona que podía doblegar su carácter sólido como el acero.
-Lamento que no confíe en mi –le dijo al despedirse.
Pasaron diez meses sin comunicación directa pero el padre estuvo atento a lo que sucedía en la comunidad de Quebrada Honda, a cinco kilómetros de distancia de su hacienda, donde María se había ido a vivir con su marido, experimentando allí apuros económicos inimaginables, enflaqueciendo peligrosamente, faltándole “las tres calientes”, ya que en su nuevo hogar no había de nada; apenas estaban comiendo con dificultad una vez al día, y dormían en un estrecho dormitorio de una casa alquilada por un familiar, donde sólo había espacio para su cama y sus maletas. Su marido no tenía trabajo, llevando demasiado tiempo desocupado y con el espíritu abatido, enclaustrado en aquella habitación. En ese estado de pobreza jamás padecido, María Rodríguez fue preñada; subsistiendo en condición espantosa los dos primeros meses de su embarazo, perdiendo peso vertiginosamente por la falta de apetito y la anemia que puso en riesgo su vida y la de la criatura que estaba en su vientre. Al enterarse, Luis Rodríguez sintió un vértigo de angustia, sabiéndola encinta y en grave situación de peligro; y en demostración elocuente de su afecto, arremansado en su corazón, viajó a Quebrada Honda en su búsqueda; transportándola a la finca e instalándola en la cómoda pieza principal, con todo y marido.
Rápidamente, el médico de la zona, conocido como el doctor Mendoza, se encargó de la chica, visitándola diariamente, poniéndole suero, inyecciones de vitaminas B, y obligándole a tragar un jarabe desagradable pero reconstituyente, para que recuperase el apetito. Y así esa chiquilla frágil y alicaída se preparó físicamente para soportar los rigores de la maternidad con entereza y calma. Una mañana de abril, dos meses después, llegó al mundo una linda bebé que recibió el nombre bautismal de Aura Collado Rodríguez, que vendría a ser la rosa más preciada del jardín, con el destino marcado de convertirse con los años en una mujer poderosa.
El nacimiento de Aura Collado Rodríguez fue la alegría de la Villa. El viejo arreció la labor en el campo levantándose cada madrugada de lunes a viernes a ordeñar sus dos vacas de pura raza, cuyo alimento fue durante un tiempo exclusivo de la madre y la recién nacida, por el agotamiento prematuro de la leche materna. María Rodríguez y su prima fijaron su atención en mantener los pañales limpios y planchados y en bordar sus ropas y zapatos, y Manuel de Jesús Collado comenzó a trabajar en la hacienda, dándole una mano al viejo, levantando las cercas, limpiando los equipos, sembrando las semillas, recogiendo los frutos y en el ordeño diario. También inició la costumbre de regar la jardinería y los árboles cercanos a la casa. La joven pareja comenzó a vivir un tiempo de tranquilidad absoluta desde el nacimiento de Aura en el antiguo caserón, al pie del cerro de la hacienda, próximo a la polvorienta carretera.
Allí solo el viejo estaba inquieto. Tenía 75 años cuando nació Aura y comenzó a preocuparse por darle a la hacienda un manejo productivo. Sin embargo, también le intranquilizaba el haberse enterado de que su yerno tenía una vocación secreta por el juego, asaltándole la duda sobre el destino de la propiedad si cayera en sus manos, ya que pudiera perderse en una apuesta gallística, o en una hipoteca innecesaria. Comprendió entonces que sería un grave error dejar sus predios al azar, al mando de una administración arriesgada, y con esa premonición fija en su pensamiento, quiso poner todo en orden, por si acaso algo pudiera ocurrirle. Y una mañana viajó a Barrabás, sección cercana a sus predios, donde el abogado César Céspedes, con quien hizo los arreglos pertinentes para que a su muerte la hacienda pasara a ser propiedad de su nieta, con el derecho de su madre a ejercer una administración compartida con éste, hasta que la chica cumpliera los 18 años. “La tierra y los bienes de Villa María son intransferibles y sólo se podrán vender o subastar cuando Aura Collado Rodríguez cumpla la mayoría de edad. Hasta entonces serán administrados de modo compartido por María Rodríguez y el abogado notario”, indicó don Luis en el acto notarial registrado por el licenciado César Céspedes.
Aura fue creciendo bajo el cuidado de sus padres y su abuelo; asistió a la escuela a los 3 años de edad, sobresaliendo por su asombrosa capacidad para el aprendizaje. A los cinco años, memorizaba casi todas las capitales y las principales ciudades de los países de los cinco continentes, revelando discernimiento en torno a la Atlántida y sus leyendas, y sus compañeritos de escuela decían que ella era una enciclopedia verbal, recitando los nombres de las aves, de los peces, de los animales mamíferos, de los insectos, y de cada partecita del cuerpo humano. Amaba la pintura y en su adolescencia aprendió a dibujar veleros y bodegones, haciéndolo con una profesionalidad impecable. Conoció asimismo los cuentos clásicos más famosos del mundo, pasando horas enteras declamándolos como poesía en la escuela, o ante su abuelo. Sentía predilección por los relatos árabes “Las mil y una noches” y “Alí Babá y sus cuarenta ladrones”, así como por el famoso “El Gato con Botas”. A los cinco años, Aura distinguió la música clásica de la popular; y según su abuelo, a esa edad también era sensible a la Quinta Sinfonía de Beethoven, la cual aprendió a silbar de memoria frente al televisor cada tarde, viendo sus programas favoritos de muñequitos animados, después de realizar sus tareas escolares. Y a los 13 años ya era bachiller, siendo su abuelo el padrino de su graduación. Pero su vida de alegría varió drásticamente cuando ocurrió su muerte, que recordaría cada día por venir.
Entonces su prima fue la última persona en verlo con vida y la primera en ver su cadáver. Lo encontró muerto debajo de una mata de mango, tirado en el suelo boca arriba, con una mano escarbando en el bolsillo de su camisa…había sido víctima de un ataque al corazón. La chica sufrió desde entonces de continuas pesadillas, soñando que don Luis la invitaba a subir a una nave gigantesca llena de gatos y caballos dorados levitando dentro de un arcoíris de fuego. Era un sueño aterrador y fijo, que estaría repitiendo noche por noche, hasta cinco días después del entierro, cuando una vieja curandera del Sur, que María buscó en la sección El Limón, comenzó un ensalmo curativo dentro del gran espectáculo ritual con invocaciones a la Virgen de los Milagros, en que se convirtió el velatorio.
A la semana del novenario, el doctor César Céspedes, abogado de Villa María, informó a la familia Collado Rodríguez que por disposición de su cliente fenecido, según dejó constar en un acto notarial, la jovencita Aura Collado Rodríguez había sido convertida en heredera absoluta de su hacienda y de sus bienes; decisión que la madre aceptó complacida ya que su única ambición era la felicidad de la chica, su educación y su comodidad. El marido, en cambio, reaccionó con enojo; reprochando la falta de confianza de su extinto suegro, y manifestando frente a su mujer el desaliento que sentía al no poder disponer de esas tierras cuya venta lo hubiese puesto, junto a su familia, camino a la ciudad en busca de un destino mejor.
Con la desaparición del anciano, todo en la hacienda comenzó a complicarse. Manuel de Jesús Collado de la Torre continuaba inconforme, irascible, amurallado de intolerancia, emitiendo insultos y atropellos a su mujer y su hija, cautivo de celos sin fundamento que originaban conflictos y amenazas, hasta que fueron cada vez mayores y la relación marital se convirtió en un tormento irresistible, cediendo paso al rompimiento definitivo, a pocos meses del fallecimiento de Luis Rodríguez. Abandonó la hacienda y a su mujer, y en cierto modo también sus obligaciones paternales, desatendiendo sus deberes de solventar las necesidades económicas y la educación de Aura, quien estaba en pleno dominio de su energía juvenil y quería realizar una carrera universitaria. Sin duda, la obstinación en celar, la sospecha y la suspicacia, mellaron toda posibilidad de restablecer la empatía amorosa entre Manuel de Jesús Collado y María Rodríguez, quien comprendió rápidamente que ya no tenía porvenir con este hombre, poniendo todo su tesón en la prioridad de un proyecto de futuro con su hija. Animada por esa idea, no quiso regresar a la azarosa vida de angustias, daños físicos y morales, que la agobiaron en los últimos meses de su relación marital, que fueron como un siglo de pesares en su vida. Hermosa y atractiva aún, teniendo 30 años de edad, aceptó iniciar un noviazgo respetuoso con un profesor del liceo secundario de la zona que le propuso matrimonio bajo la bendición de la Iglesia.
María salía poco de la hacienda, sólo a misa los domingos en el pueblo más cercano, encontrando en su recorrido por las calles y el parque, la admiración de los hombres que posaban sus miradas maliciosas sobre los duros pechos fermentados por la eternidad del placer, como magia para la virilidad insatisfecha. María pasó cuatro meses felices y en completa calma, un poco preocupada por la falta de recursos para disponer el envío de Aura a una de las universidades de la gran ciudad, a realizar sus estudios en ciencias de la salud. Estaba viviendo de un pequeño negocio de préstamos puntuales a determinados comerciantes amigos, que siempre pagaban sus réditos con atrasos; no recibía un solo centavo de Manuel de Jesús y apenas le entraban unos pesos por concepto de la renta mensual de un criadero de cerdos, pero fue en este tiempo que afortunadamente conoció al agrónomo Mario Santiago Vargas y comenzó a sostener con él un vínculo sentimental afianzado en la comprensión y la ternura, basado en un proyecto matrimonial con fecha fija el 14 de febrero del año siguiente, durante la celebración de la fiesta de San Valentín. María estaba ocupada en sus preparativos matrimoniales y el novio, por su parte, en la compra de mobiliarios y dar apoyo a la educación de Aura, a quien entregó una carta dirigida al inspector regional de Educación, que fue su compañero de aula en la universidad, para que la tomara en cuenta en los programas de becas para maestros, ya que ella había abandonado su sueño de ser médica, queriendo optar por una licenciatura en educación, para oficiar de profesora de la enseñanza primaria.
De su lado, Manuel de Jesús Collado seguía empeorando, volvió a ser un hombre sin oficio, envenenándose el alma, excitando de rabia el corazón; en un estado de vivencia infernal y delirante, desde que tuvo la certeza de la provisión de un nuevo amor en la vida de María, que le había cerrado el camino de regreso a sus brazos. Seguía amando a esa mujer de mala manera. Ella había tomado en su corazón. Era imposible borrar las horas felices que vivió a su lado, recibiendo los mayores placeres que pudiera recordar, incluyendo su hija.
Por eso, ardiendo de celos, angustiado y sin calma, sólo pensaba en matarla. No la concebía en brazos de otro, porque eso -a su juicio-, era una afrenta inconcebible. Con ese pensamiento retorcido, totalmente obnubilado, se mantenía todo el tiempo ansiando la ocurrencia de un suceso calamitoso que malograra su vida o la de ella, para impedir a cualquier precio la formalización del amor pautada para el 14 de febrero, a través de un nuevo matrimonio de María en la Oficialía Civil y la Iglesia. Su decisión en definitiva era impedir la cristalización de las bodas de María Rodríguez, su mujer durante 17 años. Era una idea fija, clavada en su mente. Una encendida obsesión, ardiendo en su corazón. Una terquedad chiflante, detenida en lo más hondo de su pensamiento. Una tragedia inevitable hincando su sentimiento, en la soledad del olvido. La mente perturbada de Manuel de Jesús Collado constituía un escollo peligroso para los planes de Mario Santiago Vargas y María Rodríguez, quienes cruzaban desafiantes un territorio volcánico de pasión sin freno.
Fue así como lentamente se había construido a expensas de la subversión, un túnel de rabia por el cual Manuel de Jesús Collado introducía enloquecido la imagen de su adorable ex compañera grabada en su cerebro, y su instinto animal lo desviaría del cauce normal del raciocinio, hilvanando la tragedia, en momento en que un diluvio enfogonado de sentimientos empapaba los corazones de la pareja enamorada, que se mantenían felices al margen de la calamidad que les asechaba como destino, en el final de un laberinto sin salida.
En plena época de Navidad, y en vísperas de las celebraciones por la venida de un año nuevo, la copa del resentimiento se rebosaría en el alma de Manuel de Jesús Collado, enterado de que los novios festejaban en el pueblo, con ritmos antillanos de sones y merengues, la espera del cañonazo de fin de año y el grato momento de reunirse con sus amigos, para compartir sus planes, cuando ya sólo faltaba un mes, 14 días y unas horas para sus bodas. Esa noche, mientras la gente estaba en el bar, y otra parte aglomerada en el parque, Manuel de Jesús Collado entró a la hacienda como un ladrón llevándose consigo sólo la escopeta del difunto don Luis Rodríguez, y se marchó de inmediato hacia el lugar de la fiesta, con el talante de un verdugo implacable, montado sobre un espigado y fuerte caballo pinto; escuchándose a lo lejos el merengue Caña Brava, en la voz de Joseíto Mateo, que salía con nitidez musical de la vellonera; y casi de inmediato, un pegajoso son cantado por el trío Los Matamoros.
Sus oídos no se concentraban en la música, porque sólo tenía oídos para escuchar el bramido del viento soplando fuerte, y sus ojos de lobo enrojecidos de furia, miraban la multitud abigarrada en el parque, aunque no lograban divisar con exactitud las caras que buscaban, ni fuera ni dentro, en el bar lleno de clientes. El baile estaba en su mejor momento; la orquestación era insuperable, la gente vibraba con el tañer de la tumbadora, con el nítido y suave sonido del piano, de las trompetas, los saxofones, el trombón y las guitarras. Entre las parejas, Mario Santiago Vargas y María Rodríguez constituían el centro de la fiesta. Él enlazaba el fino talle de la amada, aprisionando con sus fuertes brazos el bello cuerpo de la mujer, próximo a ser suya el día de San Valentín, bajo el compromiso de amarla y respetarla hasta que la muerte los separe. Y ella se recostaba amorosa en su pecho, sintiéndose abrigada, protegida de la brisa que entraba al bar murmurando sobre su pelo. Sus labios cosquilleaban el oído derecho de Mario Santiago Vargas, que la sentía sensual, provocadora y coqueta; y le correspondía suavemente cada beso con otro suyo más vehemente, más dulce y ardiente en su garganta, en su boca, y en todo su cuerpo.
La pareja estuvo contenta; en algunos momentos sus labios se aproximaban sin tocarse, cuando de pronto, se rompió el silencio con la llegada de Manuel enceguecido por los celos y creando una planicie por donde la sangre rumorosa se convertiría en una nueva sinfonía de la muerte, como jamás imaginó Beethoven. No hubo palabras… ni narradores que pudieran describir un suceso súbito, insospechado, absurdo, que puso fin a la esperanza: tres disparos de escopeta dentro del Bar y frente a centenares de personas sorprendidas, que miraron dos cuerpos caer bañados en sangre, y al matador suicidado, convirtieron en añicos las promesas y las ilusiones de amor, calidez y ternura aquella noche. Un chaparrón de aguas celestiales mojó al instante la gente aglomerada, atónita y aturdida, y una comunidad angelical descendió del firmamento a ofrecer con su ensoñadora presencia, el testimonio más elocuente de condena a las bajas pasiones. La lluvia intensa limpió el bar cubierto de sangre, y cuneta abajo se desplazó, simbolizando la romería de todos los enamorados del mundo, bailoteando efusivos en una revuelta de falos colosales que ingresaron en las profundidades de la noche.
Así terminó el ceremonial pavoroso del ultraje en el drama donde se confrontan las criaturas de la pasión y el rencor contra la desobediencia endiablada del capricho, bajo la perversidad fisgona del gentío. Un abundancia de lluvia cayó sobre el pavimento; era el clamor de los santos convirtiendo en un lodazal el lugar consagrado para velar los difuntos cuyo trepidar en fidelidad disimulada permanecería latente en cada rincón del lugar. En la orfandad y la tristeza quedó una jovencita, aturdida y desamparada, sola con 16 años, víctima de la irracionalidad de su padre consumido por las bajas pasiones.
Aura Collado Rodríguez se mantuvo aletargada durante los nueve días de rezos encabezados por una vecindad que recitó repetidamente el Padre Nuestro. Su prima se encargó de velar por su salud quebrantada, porque a duras penas consumió alimentos, especialmente durante el servicio nocturno de galletas con queso y café. Y durante ese largo ceremonial, miró sin ver a los curiosos que concurrieron a la vela en aparente manifestación de duelo, pero aprovechando cada momento posible para llevar a cabo sin disimulo, diálogos soterrados y narraciones de cuentos e historias de humor que se hicieron al compás de los efectos provocados por los tragos de ron y otras bebidas espirituosas.

Capítulo IV

La renovación del sueño y la esperanza
Cuando se repuso la rutina en la hacienda, Aura había hecho conciencia del significado de la orfandad y de sus obligaciones para no perecer arrollada por la pesadumbre, el ocio y el hambre que comenzó a sentir en una tierra que cayó en un estado de crisis desde la muerte de don Luis Rodríguez, el único que tuvo la oportunidad y el empeño de trabajarla con sentido de prosperidad para darle a su familia un mejor futuro. De nuevo todo estuvo como al principio, cuando el abuelo adquirió la villa, porque la difunta María Rodríguez, después que Manuel de Jesús se fue, no tuvo la previsión ni la autoridad para trabajar la tierra, ni para nombrar un administrador que se dedicara a cuidarla y multiplicar los bienes dejados por el abuelo. María se había visto en la obligación de violentar una de las cláusulas del acto notarial sobre el manejo de la hacienda. Alquiló parte del terreno y vendió a bajo precio la poca ganadería y los animales de carga, en perjuicio del derecho adquirido por su hija en su niñez. Sin embargo, Aura con el tiempo pudo comprender que su madre se vio precisada a actuar de esa manera influida por los efectos de las precariedades económicas, y posiblemente confiada en que cuando se plasmara su proyectado matrimonio, tuviera tiempo para comenzar a recuperar los predios y bienes afectados. Sabía porque se lo dijo su abuelo, que su madre se acostumbró a desenvolverse un poco a la ligera, pero en ese momento estuvo consciente de que jamás ella quiso conspirar contra su economía, pues María no tenía dentro de la familia un motivo que la hiciera alimentar algún sentimiento inferior al amor.
Ella apreció en ese momento que la hacienda de Villa María estaba peor de lo que había imaginado. Sin duda a falta de un buen administrador desde la muerte de su abuelo y la salida de su padre. Pero también, por no haber allí quien la trabajara y cuidara las zonas sembradas de cítricos, plátanos y cocos; o que atendiese el jardín tapiado de rosas, ya que los capullos blancos y amarillos, sin excepción, se tornaron mustios y marchitos; y los escarabajos no cesaron de atacar sin control los frutales, causando graves destrozos, mientras que los frutos terminaron pudriéndose, urgidos de una mano recolectora que estuviera a tiempo en los árboles y sobre la crecida y descuidada yerba.
Nunca la hacienda se vio con tantas cucarachas, gusanos y alimañas por doquier. Las culebras, arañas, ciempiés, ranas, sapos, tarántulas y alacranes, fueron tanto que la villa se convirtió en un peligro comunitario, donde se sentía de igual manera a un montón de mosquitos inundando el charco tras el patio, poniendo en peligro la vida humana, originando el bien fundado temor de que pudiera surgir un brote de paludismo o de dengue. En esas circunstancias, Aura estuvo impotente, sin poder hacer nada para detener el croar y trajín de las ranas que se multiplicaron durante la primavera abundantemente en los estanques, recorriéndolos a saltos con su bocaza grande y su lengua larga y viscosa; y ante el cuadro calamitoso que presentaba la hacienda, ella se partió los sesos pensando en la búsqueda de recursos, intentando sin un soplo económico efectuar alguna maniobra para detener la inercia, que aumentó desde el comienzo de su soledad, cuando se percató de que su prima la iba a abandonar, yéndose hacia la comunidad de El Limón, donde sus otros parientes. Sola y sin dinero, reinició las diligencias truncas con la muerte de Mario Vargas, el asesinado novio de su madre: de agenciarse un empleo en el magisterio, porque tenía la capacidad y el empeño para obtener un nombramiento de maestra rural, especialmente en una escuela primaria de un pueblo cercano; y porque detentaba el requisito de un título de bachiller y una preparación académica respetable, además de un curso realizado en la disciplina de pedagogía para el desarrollo rural a nivel técnico.
Durante buen tiempo asistió una y otra vez al despacho del inspector regional de Educación, dejando allí su currículo, y solicitando, por otro lado, el respaldo de los dirigentes políticos del partido oficial; pero sólo pudo conseguir frustración y decepción, pues conseguir un empleo en el sector público era una misión ilusa si no se era parte militante de la base clientelar de los partidos que se disputaban el botín de la cosa pública.
Cansada de tocar puertas y esperar inútilmente una misiva del departamento de Educación, resolvió abandonar ese proyecto, pero con el transcurrir de los días aumentaron sus calamidades económicas; pasó un increíble verano recargada de variadas necesidades, complicándose su situación de miseria y en particular, la provisión de comida; desfalleciendo la esperanza, viéndose forzada a realizar el oficio improvisado de lavandera, para conseguir el pan de cada día, pues lo poco que dejó su madre se había agotado, y tuvo que resignarse por un largo tiempo en contener el anhelo de enseñar y estudiar simultáneamente.
La tristeza de Aura se había acentuado, en la medida en que vio disminuida la solidaridad de sus vecinos, ya que se desarrolló a su alrededor una actitud individualista, pues los viejos amigos de la casa apenas la visitaron y nadie se ofreció a ayudarla. En aquella demarcación cada individuo pensaba en sí mismo, en sus propias necesidades existenciales; por lo cual, comenzó a comprender la persona humana y visualizar toda sociedad caribeña como un revoltijo de ambiciones, de ingratitudes y egoísmo, donde cada sujeto encaraba la solución a sus problemas individuales, aunque tuviera que afectar a los demás, por la ausencia total de solidaridad.
En ese estado de ánimo, Aura entró al estadio de la madurez a temprana edad, cuando aún no contaba con el físico, ni el hábito, para acometer una empresa social exitosa; pero debió sobrevivir en la sociedad materialista en que se desenvolvía, con su energía intelectiva y mente prodigiosa, que mostró al público desde que era pequeña, cuando comenzó a pronunciar de memoria los nombres de los seres humanos, santos, animales y cosas que la rodeaban… en el tiempo que puso en evidencia su amplio dominio de las letras, de la naturaleza y de la geografía universal.
La agobiante mengua de la economía doméstica se erigió en su compañera inseparable; tuvo que lavar y planchar, enfrentar un rosario de vicisitudes y llevar consigo un tren de sacrificio esperando el momento de obtener un empleo fijo y una beca para sus estudios universitarios; sin embargo, pasaron los meses en que estuvo doblegada por la amargura, hundida en su desventura, sintiendo el agotamiento doloroso de sus esperanzas de una vida alegre y tranquila, con un empleo público y una hacienda florecida.
Una tarde que grabó para siempre en su corazón, como una estaca clavada en su pecho, conoció un comerciante de ascendiente alemán que despertó nuevamente sus ilusiones en obtener un oficio rentable, que transformara su estado de frustración y pesar. Fue un momento para recordarlo siempre. Ella estaba en la enramada del patio, y desde ese lugar vio a un individuo moviéndose en las afueras de la hacienda, alrededor de una planta de cactus punzantes; éste se detuvo en el portón de salida, tocando el grueso aldabón de la casa. Aura escuchó el chasquido y con mucha precaución se acercó al extraño para saber quién era y qué buscaba.
-Soy Wolfgang Heinrich Hermann, comerciante y estoy de paso vendiendo algunas mercancías –dijo el extraño.
Ella lo saludó con cortesía, lo escuchó con detenimiento y luego, susurró:
-¡Qué nombre más raro! ¿Quieres una taza de café?
El visitante asintió, musitando: “Si, quiero. Puedes llamarme Enrique”; y la chica se dirigió a la cocina, regresando con un vaso de agua y un café caliente que obsequió de manera gentil.
Wolfgang Heinrich Hermann era un vendedor de chucherías, objetos de fantasía, ropas y zapatos para mujeres y niños. Ese día andaba en su camioneta totalmente enlodada y polvorienta, que había hecho un largo recorrido por carreteras maltrechas cruzando por varios pueblos del Norte, haciendo el día a día comercial. Aura se abstuvo de ver y conocer los artículos en venta y sus ofertas, entendiendo que no debía perder el tiempo en hacerlo, porque carecía de dinero.
Desde que murió su madre, todo escaseaba allí. Fueron muy pocas las monedas y papeletas que pasaron por sus manos, y tuvo que usarlas siempre para sus gastos habituales en comida y urgencias caseras.
La conversación fue breve, charlaron sobre el progreso y la abundancia de las ciudades alemanas desde los tiempos de Konrad Adenauer y Billy Brandt, en comparación con el Berlín amurallado y políticamente oprimido de Erich Honecker, que por 44 años estuvo al margen de la civilización occidental y la influencia europea. Wolfgang Heinrich Hermann (Enrique), manifestó su desprecio por los judíos, dejando entrever su orientación neo nazista; y relató su llegada al Caribe como turista y además su posterior naturalización después de establecerse en la ciudad de Santiago, donde logró vivir a sus anchas. Ella experimentó una sensación de desagrado por su relato, y también de perplejidad, por aquella expresión de muesca o sonrisa irónica excesiva en su rostro, que la hizo estremecer de pavor.
Pero logró reponerse casi instantáneamente, al entender que no había agravio alguno en aquel decir anti judío y en aquella grotesca sonrisa, ya que en todo momento, el alemán Enrique se había comportado cordial y gentil en el diálogo. Por eso convino en recibirlo en la fecha del sábado siguiente, cuando le propuso visitarla; no tuvo razón, ni fuerza de voluntad para negarse y creyó también que nada perjudicial sobrevendría con el retorno del forastero, y se justificó a sí misma pensando en que no sería negativo dejar la soledad que la acompañaba desde la tragedia de sus padres. Se dijo que sería bueno hablar con nueva gente y encontrar en ella cierto desahogo a las penas torturantes que la asfixiaban en su aislamiento casi total.
Los días corrieron y llegó el sábado convenido. Enrique entró nuevamente a la hacienda por el jardín, y después de un saludo cálido y antes de que lo invitaran a pasar a la sala o a sentarse en una de las sillas desperdigadas en la terraza, mostrando su extravagante y rara sonrisa, se tomó la confianza de agarrar un taburete de piel de res, colocarlo debajo un árbol y sentarse como si estuviera en su propia casa, forzando con su audacia un diálogo como quiso, el cual se llevó a efecto inmediatamente concluyó el ritual ceremonioso del servicio de un café humeante y sabroso, que duró unos cinco minutos; el tiempo justo que requirió en saborearlo e ingerirlo.
Enrique comenzó a hablar de la buena vida en la ciudad, de las oportunidades de empleos y de educación; y los ojos de Aura adquirieron el brillo intenso de las personas ansiosas por romper las cadenas de la miseria. Lo escuchó con cierto asombro hablar de las facilidades de empleo en las grandes ciudades, y de manera concreta sobre un negocio en la ciudad de Santiago, donde empleaban chicas de buena presencia y con alguna destreza para fungir de cajeras, manejando cajas automáticas depositarias de dinero. Se refería a un centro de diversión situado en la urbanización El Paraíso, en el que había siempre plazas vacantes para chicas necesitadas.
Esta invitación la llenó de esperanza pensando que se aproximaba el momento de poseer una renta mensual para costear sus estudios y de vivir la vida conforme al sueño que siempre había tenido, en un contexto de tranquilidad y alegría, conociendo y compartiendo con jóvenes de su edad, para aprender cosas que ignoraba sobre la naturaleza humana y la vida misma. No ocultó su entusiasmo, se desbordó en júbilo y se preparó para mudarse a Santiago, para superar la tragedia vivida y comenzar una época nueva de paz y bienestar.
El diálogo concluyó como se lo propuso y quiso el alemán; de modo que Aura, sin consultar con nadie más en la comarca, aceptó su propuesta y decidió mudarse a Santiago, confiada en que allí se gestaría un cambio en su favor, porque lejos estaba su pensamiento de que el destino le tenía reservada una nueva y dolorosa prueba de desengaño y de crueldad, como jamás pensó conocer.
Llegó de noche a Santiago, y al instante de su arribo, fue conducida junto a Enrique a una residencia aparentemente familiar, que pronto comprendió que no era otra cosa, que un discreto burdel donde imperaba un orden y una rígida vigilancia, pues en la puerta de acceso estaban dos hombres jóvenes y de mucha fortaleza, pidiendo la cédula de identidad para dejar pasar al interior, porque no se permitía la entrada de niños, ni de personas armadas, o con mal aspecto físico, a ese lugar; donde le esperaba su primer trabajo en la vida, en función de camarera.
Estuvo unos minutos en el salón de estar, esperando a la señora que Enrique estaba procurando, y luego pasaron a un salón bastante holgado, con un largo y vistoso alfombrado rojo, que se asemejaba al usado en eventos artísticos como los premios El Casandra.
Le bastó recoger con sus ojos cada detalle del interior de la casa para comenzar a sentir miedo, pues allí había una sucesión de mesas redondas y cómodas sillas giratorias de metal y, en un apartado rincón, se hallaba una vellonera de neón ordenada para animar el ambiente, de donde emergía una balada en la voz de Antonio Prieto, el inmortal intérprete de “La Novia”, que pintaba claro que aquel sitio no era un negocio cualquiera, sino algo más que un territorio de trabajo.
Aura intentó hablarle a Enrique para expresarle su enojo e insatisfacción, cuando de pronto se alumbró todo el lugar y se escuchó un soplido, como una voz de una mujer:
-Bienvenidos a mi bar, donde están los mejores cueros del mundo, mujeres bonitas y bien formadas, de grandes ligas en el amor -anunció la voz por un altoparlante.
Ahora con la sala iluminada Aura veía claramente a la señora del bar y a una decena de jóvenes cabareteras, con sus ropas sexi, sus corsés y escotes provocativos, sentadas compartiendo tragos con jóvenes galantes y algunos hombres de edad, en un momento de suma alegría. Entre ellas había algunas en jeans y otras en minifaldas, exageradamente maquilladas, pero sin nada familiar en común, a no ser sólo su juventud y belleza.
Esa misma noche, junto a Enrique recorrió a pies dos cuadras vecinas, pasando por un lugar llamado “zona roja”, y allí intensificó su temor, pues pudo contactar que estaba sin duda alguna en el barrio de los burdeles santiagueros, donde, pese a estar acompañada, era insistentemente abordada por clientes reales o potenciales, que requerían información sobre las tarifas de las jóvenes cabareteras.
Pudo ver las siluetas de chicas y chicos acaramelados en las esquinas, bajo las luces multicolores de los avisos de neón; reían y se divertían de manera escandalosa, pavoneándose por las calles con suma coquetería.
Aura se sintió muy enfadada por estar allí y pidió a Enrique regresar, o ir a otro lugar. Volvieron al bar, que a esa hora estaba repleto de paisanos, porque había llegado el conjunto musical de Félix del Rosario y sus magos del ritmo, que comenzaron la fiesta tocando “Mal pelao”, en la voz melódica de Frank Cruz, quien continuó a seguidas con un popurrí de merengues, a dúo con el Negrito Macabí, entre ellos, “La bailadora” y “Ay que negra tengo”, los cuales marcaron una época, por su pegada en el público y su amplia difusión en la radio.
Notó que en el bar se habían sumado nuevas chicas que no vio anteriormente y sus ojos se toparon además con el cuerpo impresionante de un negro alto y robusto, de unos 35 años, que le fue presentado de inmediato con el nombre de Frank Robles, Administrador del sitio, quien ordenaba el despacho de bebidas alcohólicas, de gaseosas y de una que otra “picadera”, mientras varias mozas llegaban ante él con sus bandejas al hombro, tomando los productos para despachar, que luego eran distribuidos de acuerdo a un ordenamiento escrupuloso de pedidos de los clientes ubicados en las diferentes mesas.
Ella atinó a preguntar sobre las condiciones de trabajo, y el administrador le dijo: “No hay un gran sueldo, pero podrás ganar mucho dependiendo de tu empeño, porque de tu entusiasmo y dedicación dependerá que obtengas grandes ganancias”
Fue en ese instante que ella comprendió con claridad que había encontrado su primer trabajo. Frank Robles le explicó las reglas básicas del bar; allí ganaría un sueldo mínimo en pesos, más el 40 por ciento de las propinas y el servicio al cliente.
Aura rápidamente se dio cuenta de que esa “ocupación” sería un engaño, un abuso de confianza que la obligaría a hacer cosas denigrantes, con lo cual se desvanecía su esperanza, se ahogaba su ilusión de un trabajo decente y se apagaba su deseo de vivir alegre y feliz. Comprendió ahí mismo que su vida había tomado el camino de la prostitución involuntaria, que no estaba en condiciones de evitar. Se sintió más sola que nunca, con 16 añitos de vida, con poca o ninguna mundología, y sometida a una especie de secuestro.
Durante un tiempo viviría una experiencia inerrable, que desgajó su virginidad mental y le produciría también un desgarramiento en su conciencia. Sin embargo, en medio de su pena, lograría conocer en aquel sitio infernal de la Urbanización “El Paraíso” (muy casualmente llamada así), a un ser compasivo, un cliente al que confió la triste realidad de su vivencia ignominiosa, y ese individuo se erigió de manera piadosa en su protector, sin sexo; en su tutor indulgente, en su tabla de salvación. Fue éste quien dio a conocer a la prensa la trata de blancas que había en aquel centro recreativo, y fue éste quien presentó la denuncia en torno a su condición de menor, provocando la intervención policial liberadora, junto a otras tres chicas también menores.
Sin embargo, el daño estaba hecho y era mucho mayor de lo que podía nadie imaginarse en ese momento; pues de aquel incidente quedó embarazada, para incrementar su agonía y anhelar morirse de vergüenza.
El abogado César Céspedes viajó a Santiago, a encargarse de preparar el expediente de abuso sexual contra los implicados en el caso de Aura, que resultaron ser el administrador del bar, el alemán Enrique y un par de clientes, acusados por ante la jurisdicción de instrucción local.
El abogado llevó también el caso a los medios de comunicación, que lo divulgaron ampliamente, omitiendo el nombre de Aura y de las otras tres chicas menores que fueron obligadas a prostituirse en el bar, alegando que era un asunto de interés público y considerando la querella como un deber social que ponía al descubierto los tejemanejes de un acto atroz y criminal, pues las relaciones sexuales no consentidas y el abuso a chicas adolescentes, generan dramas dolorosos, que terminaban siendo traumas riesgosos para ellas, por el peligro de ser embarazadas o de contraer enfermedades contagiosas, como el Sida.
Su denuncia originó un amplio repudio en la sociedad, pero no había mecanismo para castigar a los culpables de las apuntadas vejaciones, pues no se contaba para la época con un código de protección a los menores, por lo que finalmente se vio compelido a aceptar un acuerdo con los implicados, una transacción judicial mediante la cual se abocarían al pago de una indemnización por daños y perjuicios.
Aura estuvo varios meses residiendo temporalmente en Santiago, en la casa de una antigua amiga de su madre, que tenía mucho conocimiento de medicina natural y brebajes y se encargó de prepararle un aborto efectivo sin recurrencia clínica, por medio de una pócima de cáscaras de aguacate, logrando interrumpir la vida de un feto en sus entrañas, pero sin poder evitar que trascendiera lo acontecido, y que por ello, durante un buen tiempo, tuviera que hacer frente a la intransigencia implacable de la sociedad y a la naturaleza animal agazapada en la débil conciencia de sus coterráneos.

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