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Opiniones

LOS AXIOMAS

Publicado

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Por Daniel Efraín Raimundo.-

SANTO DOMINGO.- Mucho han cambiado las cosas. Mucho en verdad. Y ha cambiado también, asombrosamente, la mente de muchos. ¿O los ojos? Existe una especie de histeria galopante con caracteres de infección contagiosa. Increíble pero cierto. Hubiera parecido imposible. Una especie de mal de San Vito cerebral.

Que la libertad de prensa sea otra vez –¡otra vez!—asunto de discusión y de dudas. ¡Que haya que definir, como si la expresión no se definiese a sí misma, lo que es la liberad de prensa! Porque, ¿qué es, después de todo? No puede ser otra cosa que eso mismo. Sencillamente que se puedan imprimir diariamente, sin riesgo alguno de impedimento físico o coacción moral, todas las opiniones que se quieran emitir y todas las noticias de lo que pasa en el mundo. Nada más; nada menos. Para eso es la prensa.

Ahora bien, ¿debe la libertad de prensa tener limitaciones? Pues ¡claro! ¿Qué libertad no ha de tenerlas? Por millonésima vez se podría recordar lo de «mi libertad termina donde empieza la de mi prójimo» En una palabra, la Ley.

Esto es el ABC del vivir racional. Causa una sensación para tener que repetirlo. La Ley es el requisito indispensable de la convivencia civilizada. Es el contrato que el hombre responsable hace consigo mismo y con sus semejantes. La Ley es la prueba determinante de que se ha salido de la selva; el árbitro supremo de las relaciones humanas. De ahí esto tan simple, y no obstante tan incomprendido en ciertas ocasiones, que es el estado de derecho.

¿Y qué limitaciones impondrá la Ley a la libertad de prensa? Sólo las que exige el respeto a la integridad de la persona y al espíritu mismo de la Ley. Veracidad. Pulcritud de lenguaje. Decencia. Dentro de ese círculo se pueden mantener todos los criterios y todas las discrepancias. La liberad de prensa no es para injuriar; no es para calumniar; no es para difamar; no es para agredir la honra o la dignidad ajena. Con tales medios no puede justificarse ningún fin. Y cuando hay prensa capaz de descender a ellos, ipso facto deja de ser prensa para convertirse en papel de inmundicia.

Por eso las sociedades más libres del mundo, aquellas en que el ser humano disfruta de mayor holgura mental y espiritual por ser en ellas la prensa un verdadero muestrario de opiniones y tendencias expuestas al juicio público, cuentan al mismo tiempo con severísimas leyes de libelo que protegen al ciudadano –y a la propia libertad—de los excesos en que puedan incurrir algunos por pasión, por mala, o por inexcusable ignorancia.

Lo contario a esa libertad de prensa, ya se sabe, es la censura. Palabra a la que no hace falta adjetivar, ¿para qué?, su sola mención es suficiente para despertar en el pensamiento honrado todo un cúmulo de epítetos. Pues bien, la censura suele asumir las más variadas y sutiles formas, desde las más violentas hasta las más ridículas. Curiosamente, sin embargo, no es precisamente la peor la que, a cara descubierta, mete un censor en las redacciones para decir qué debe y qué no debe publicarse.

La censura de prensa es la capa inevitable a que tienen que recurrir todos los autocratismos, sean del signo que fueren para cubrir su denudes. Si hay algo que nunca han resistido, desde que la historia es historia, es la libre discusión de las ideas.

En todo esto nada hay de nuevo. Nihil nouum sub solem, ¡ha sido tan redicho y machacado! «La libertad de prensa es una cosa buena…» «La cesura es una cosa mala…» Axiomas. Algo que no necesita demostración. Como decir que el sol alumbra. O que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí. Y sin embargo…

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